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“Auxilio, deja esos papeles tranquilos, mujer, que el polvo siempre se ha unido con la literatura. Y yo me los quedaba mirando y pensaba cuánta razón tienen, el polvo siempre, y la literatura siempre, y como yo entonces era una buscadora de matices me imaginaba unas situaciones portentosas y tristes, me imaginaba los libros quietos en las estanterías y me imaginaba al polvo del mundo que iba entrando en las bibliotecas, lentamente, perseverantemente, imparable, y entonces comprendía que los libros eran presa fácil del polvo (lo comprendía pero me negaba a aceptarlo), veía torbellinos de polvo, nubes de polvo que se materializaban en una pampa que existía en el fondo de mi memoria, y las nubes avanzaban hasta llegar al DF, las nubes de mi pampa particular que era la pampa de todos aunque muchos se negaban a verla, y entonces todo quedaba cubierto de la polvareda, los libros que había leído y los libros que pensaba leer, y ahí ya no había nada qué hacer, por más que usara la escoba o el trapo el polvo no se iba a marchar jamás, porque ese polvo era parte consustancial de los libros y allí, a su manera, vivían o remedaban algo parecido a la vida.”
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(in “Amuleto”, ed Anagrama, p. 14)